Queridos amigos y lectores:
Soldados paraguayos arribando al Fortín Campo Esperanza
Paraguayos como nosotros, empuñando precarias herramientas de combate, en míseras condiciones de vida y nulos recursos personales, lanzados a una muerte segura, bajo el impulso, casi instintivo, de repeler al enemigo agresor.
Una guerra entre pueblos hermanos, desatada por mezquinos intereses de potencias extranjeras.
Casi siempre ese es el detonante de las guerras: el vil oro. "Sangre por petróleo", como rezaba aquel lema acusador, surgido durante la inicua guerra de Irak en el año 2003.
No es mi propósito analizar las causas y las consecuencias de la absurda guerra del Chaco.
Mi objetivo es compartir con ustedes un extenso poema que compuse, donde describo un horrendo pasaje de la misma, que me fuera relatado por uno de los que combatieron allá, Ramón César Bejarano, mi tío, hermano de mi madre, comandante de batallón en aquellas dramáticas jornadas.
Nunca en mi vida escuché tan conmovedores relatos. Los había leído, es cierto, pero en libros de Historia. Muy distinto es tenerlo enfrente al que vivió una masacre bélica. Fue lo que ocurrió el 3 de diciembre de 1975, cuando el Gral. Bejarano, en una de sus habituales visitas a mi hogar, me dijo que dentro de 5 días se cumpliría otro aniversario más de la tragedia de Yrendagüe-Picuiba, ocurrida un 8 de diciembre.
Y me relató los sucesos. Lo hizo con el estilo de un excombatiente, y herido en esa guerra. Terminado el espantoso relato, me preguntó si era posible ponerlo en versos. Le dije que sí. Y que lo haría con la misma crudeza, describiendo hasta los más rudos y chocantes detalles relatados por él.
Empecé a darle forma poética al relato de aquella tragedia bélica. Le puse por título "También la arena estaba sedienta", porque también la arena protagonizó escenas de terror en aquellas fantasmagóricas jornadas.
Y ofrezco aquí el texto íntegro de mi épico poema, hoy, 12 de junio de 2017, porque es lo único que tengo a mi alcance, para compartir la desgracia y el dolor de aquellos compatriotas cuyas vidas han sido cegadas en aquellos infernales escenarios.
TAMBIÉN LA ARENA ESTABA SEDIENTA
El Chaco paraguayo despierta estremecido
del sueño milenario que nadie profanó.
Despierta sacudido por gritos de violencia
que estallan en la boca rugiente del cañón.
Los leones paraguayos sacuden la melena,
mirando al horizonte que en fuego se inflamó,
y, al grito de Bolivia que "¡Guerra!" proclamaba,
también "¡Guerra!" bramaron los leones con furor.
La historia de concordia de dos pueblos hermanos,
rasgóse con relámpagos de sangre y de terror...
Visiones fantasmales recorren las florestas,
desde el primer abrazo de muerte en Boquerón.
Después siguieron largas jornadas de agonía:
la sed, los arenales, y el implacable sol...
¡Por un error humano, dos Pueblos se agredieron!
Por un error humano, la guerra prosiguió.
*****
Pasaron ya dos años desde el primer combate,
y un ocho de diciembre Yrendagüe cayó:
Las tropas bolivianas entonces escribieron
el cruel martirologio que nadie imaginó.
Son ocho mil soldados los bolivianos que huyen,
llevando la derrota por la desolación
del arenal chaqueño, que muerde las gargantas
de los que profanaron su virgen extensión.
La marcha fue, al principio, resuelta y uniforme,
huyendo del fantasma de la persecución,
de cara al sol y al viento, pero también de cara,
aunque no lo sabían, hacia la inmolación.
Pero otro gran fantasma se yergue en la llanura:
la sed, y la distancia que falta recorrer:
¡tres días van marchando por llanos y colinas,
sin encontrar el agua que aplacará la sed!
Los rostros no transpiran, la boca está reseca,
los pies, llenos de ampollas, no pueden ya mover...
Ya dejan sus bagajes, las ropas, las frazadas,
el mosquitero y víveres... que no podrán comer.
Y las arenas quedan sembradas de fusiles,
que los redidos brazos no pueden sostener.
Mantiénense aferrados de la caramañola,
como único armamento que aún puede valer.
Confían que muy pronto podrán llegar refuerzos,
provistos del tesoro que aplaque tanta sed...
Mientras, en las arenas, ¡hay treinta y seis caminones
clavados para siempre, sin agua ni chofer,
porque sus conductores, sedientos, han bebido
ya de los radiadores, antes de perecer,
sabiendo que adelante caminan sus hermanos,
y nadie, en su agonía, los puede socorrer.
Los débiles ya alargan la tétrica columna
de cerca de cuarenta kilómetros, tal vez;
algunos buscan sombra debajo de los cactus,
y arbustos que, sin hojas, los miran padecer.
Cuando, de pronto, un grito revienta en las gargantas:
"¡El agua!", al fin, "¡el agua!", y empiezan a correr
hacia un camión cargado con ochocientos litros:
¡con garras, puños, dientes, ya lo hacen detener!
¡Arremeten, se abalanzan,
se atropellan con furor!
Todos gritan como locos,
por la desesperación.
Salta el agua en vivos chorros,
nadie gusta su frescor...:
¡Se derrama en las arenas
mientras lloran de terror!
Se revuelcan por el barro,
y lo chupan, bajo el sol:
Ocho mil soldados luchan
como nadie imaginó...
Es fatal el desperdicio,
porque el agua se acabó:
¡La han sorbido las arenas
de la estéril extensión!
TAMBIÉN LA ARENA ESTABA SEDIENTA en la llanura
poblada de agonías, de fuego y soledad,
de cuerpos macilentos que aúllan como fieras,
que pronto, compasiva, la muerte llevará.
Se tienden, poco a poco, mientras la marcha sigue,
definitivamente confían descansar...
Y, a los que pasan, piden: "¡Agüita, compañero!",
o piden que los maten... o se suicidan ya.
La arena ya se cubre con miles de cadáveres
que, con la boca abierta, de frente al sol están:
Las moscas entran ávidas en bocas y narices,
poniendo blancos huevos que allí germinarán...
Los cuervos aletean en tétricas bandadas
que, como aviones negros, dispónense a atacar,
y hartarse con las carnes de los que en tan horrible
desolación chaqueña, vinieron a expirar.
Los que no han muerto, empiezan las crueles agonías,
y cavan con las uñas un hoyo, para dar
frescor a sus cabezas, y sombra protectora
para su sien ardiente de tanto caminar...
Y, como en un milagro, ¡ya sienten la frescura
del pozo en la cabeza, que empieza a descansar...
Los ojos se humedecen ¡y un agua dulce brota,
bullendo, y se convierte en riente manantial!
Los culantrillos crecen, cual verde llamarada,
al borde la fuente que, al fin, agua les da:
No se oyen ya sollozos, y sorben lentamente
el líquido y comienzan tranquilos a soñar...
Tropeles de recuerdos se agolpan en su mente:
Fantasmas de la guerra, y la niñez feliz...
Recuerdan a su madfre, su hogar, su amada patria,
y a los que hace un momento dejaron de existir.
La burla del destino, de sed los ha rendido,
sin que se imaginaran que el agua estaba allí,
a tan corta distancia: cavando solamente
un pozo, como ellos, para después seguir.
Sollozan por los muertos... Pero después se alegran
por el tranquilo oasis que han ideo a descubrir:
final de tanto fuego, barrera de la muerte,
¡delicia que ya nunca les dejará sufrir!
Y piensan en los hijos, y esposas anhelantes,
que a Dios, seguramente, no dejan de pedir
por el retorno ansiado del hombre que ha partido
al Chaco paraguayo, siniestro, a combatir.
Lo árboles cobijan ahora con su sombra,
sus cuerpos relajados que esperan ya dormir,
para seguir marchando robustos nuevamente,
mañana, a sus hogares, con ansias de vivir.
Los músculos se aflojan.. después ¡se ponen tensos!
Desmesuradamente, no pueden sino abrir
los ojos, en un ansia infinita de esperanza:
y el sol, la sed de fuego ¡los hace sucumbir!
Llegó, por fin la Muerte, esposa compasiva;
las alucinaciones cesaron ya, por fin:
mientras los suyos siguen rogando a Dios, sin pausa,
sin que se imaginaran que acaban de morir...
*****
Las tropas paraguayas que los iban siguiendo,
con máxima cautela, acaban de llegar:
Y, mudos, se detienen, al ver aquel desastre
que, más que la metralla, la sed vino a causar.
Prodigan atenciones a los que aún respiran,
y cierran sus oídos: no quieren escuchar
el coro terrorífico de los que, agonizantes,
"¡agüita, paraguayo!" reclaman sin cesar.
Los férreos choferes del Chaco no se atreven,
sobre los que han quedado, sus ruedas a pasar,
ni a los que débilmente, con ojos extraviados,
llegábanles de frente, queriéndolos parar:
¡No son, ya no, enemigos! Son seres en pedazos,
que el duro paraguayo "¡hermano!" llamará.
Y, en gesto de nobleza, trescientos zapadores,
en sus treinta camiones ¡les ceden su lugar!
Cerca de mil soldados levantan de esta forma,
mientras ellos prosiguen a pie en el arenal:
La Historia, que es Justicia, grabó esta noble hazaña,
que en letras de oro y fuego, por siempre guardará.
*****
En Asunción celebran el 8 de diciembre:
la dulce Virgencita serrana, en Caacupe,
escucha compasiva, los rezos de su Pueblo
que "con fervor creyente, le da su amor y Fe".
Ella tan solo sabe de aquel trágico epílogo,
y ruega por aquellos que ya no han de volver,
y estrecha en un abrazo a todos los que sufren
...por un error humano... por una débil fe.
*****
Meses después los huesos, ya blanquecinos, quedan
cubiertos por el polvo que el viento norte fue
llevando poco a poco, hasta cubrir del todo
los restos de esos hombres que han muerto allá de sed.
Y aún hoy los lugareños de aquel lejano sitio,
dicen que, en ciertas noches, cuando está por llover,
en medio de relámpagos, se escuchan alaridos
pidiendo al cielo el "¡agua!", cual ironía cruel.
... Y vagan los fantasmas por la extensión chaqueña,
en medio de los truenos, con ruido de cañón...
y marchan los espectros en lenta caravan,
que luego se disipa cuando ilumina el sol.
Dr. Francisco Oliveira y Silva
Asunción - 1975
Gracias Quito por compartir parte de esta historia que todos llevamos muy dentro del corazón...Abrazo
ResponderEliminarDe nada, Michele. Lo que brota del corazón no tiene por qué agradecerse. Mirar las imágenes de esa guerra nos deja consternados: jamás se borrarán de nuestra memoria esas escenas.
ResponderEliminarQue cruel la guerra entre hermanos.Maravillosamente relatada por vos querido hermano.Es emocionante leer y vivir la realidad de tu poema.Te felicito hermano por demostrar en versos el valor del pueblo humilde.
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